Cuando Juan Carlos Caldera acudió al lugar acordado con Luis
Peña, asistente del empresario Wilmer Ruperti, no se sorprendió de que le pidieran que se sentara en
un sofá en el que colgaba un papel con su propio nombre escrito. Al fin y al cabo, los grandes
empresarios son personas muy organizadas.
Tampoco le pareció extraño que, una vez sentado, una mujer
se acercara a él con un kit de maquillaje y le retocara el rostro con polvos
“para quitar el brillo”. Los auténticos emprendedores saben que el aspecto personal cuenta,
y mucho.
Asimismo, no le llamó demasiado la atención que unos
operarios entraran con trípodes y equipos profesionales de luces para iluminar
la sala; de todos es sabido que los hombres de negocios prefieren tratar sus
asuntos bajo una claridad tan prístina como la luz del día.
Ni le pareció en absoluto fuera de lugar que un sonidista le
solicitara que repitiera “un dos tres, un dos tres, probando, probando” varias veces: en
temas de negocios la voz debe sonar nítida y fuerte, para que se escuche bien claro lo que se dice.
Tampoco notó nada raro cuando le pidieron que volviera a
tomar el sobre con el dinero, “porque la primera toma había salido mala”. Después de
todo, no se hacen muchas preguntas cuando un empresario filantrópico te está
regalando varios miles de bolívares y te promete que pronto habrá más.
Ni siquiera cuando se despedía de sus anfitriones le prestó
demasiada atención a la unidad móvil estacionada frente a la edificación que
acababa de abandonar, y de la cual salían cables que a través de la ventana
conectaban la unidad móvil con la habitación en la que tuvo lugar el encuentro.
¿Por qué reparar en un vehículo rebosante de equipo audiovisual con varios
operarios manipulándolo, cuando precisamente ese es el ramo de negocios de su
benefactor, Wilmer Ruperti?
Pero lo que nunca se imaginó Juan Carlos Caldera, lo que
nunca le pasó por la mente, lo que todavía hoy en día no puede creerse, es que
lo estuvieran grabando.
Porque al fin y al cabo, los empresarios son gente honrada... ¿no?
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